domingo, 21 de noviembre de 2010

Jugando nada más

Tomé entre mis manos su rostro. Era infantil, no rebasaba los 8 años y lloraba desconsolado, viendo sin ver, sin escuchar razones y con dificultades para emitir palabras coherentes. Tenía fango en sus zapatos y sus manos enlodadas, el sudor había formado surcos en su cara llena de tierra. Su voz era desoladora.    



Él llevaba horas jugando fuera de casa, apenas diez minutos antes yo leía intermitentemente Crítica de la razón dialéctica (obra particularmente agradable de Sartre) desde la terraza de mi casa, durante pequeños lapsos mi atención se volcaba en aquel niño que creaba un mundo con sus coches y soldados de juguetes, entendía la realidad creando la suya propia.

Sin tabúes él hacía los efectos auditivos, su garganta se había convertido en un multifacético club sonoro, bien interpretaba un impetuoso huracán como la impertinente sirena de patrullas (¿hace cuánto no intento imitar una sirena?). Tenía en su corta realidad tanta acción que me estremecía pensar siquiera cuánto ha sido bombardeado por los programas televisivos de acción.

Entre mis ratos de observadora amateur intentaba entender la soledad de aquella calle, como ese niño osadamente decidió salir de la comodidad del sillón y la cadena invisible de los videojuegos para jugar "a la antigüita"; solo, con juguetes que pronto dejarán de existir en el mercado, recurriendo completamente a su imaginación. Aquella escena era fantástica.

Es cierto que no avancé en mi lectura, siete páginas tal vez, con un nivel mediocre de entendimiento. Sin embargo el observarlo me hizo comprender que fuera de lo abstracto la realidad también se muestra interesada por ser percibida, tal cual, sin filosofar sobre ella. 

¿Cómo hacerlo? 
¿Cómo dejar de intentar comprender el significado de la vida (llegando a nada) y simplemente vivir? 

Al salir del ensimismamiento vi que lloraba, aquel niño de los mil sonidos pataleaba, gritaba y nadie lo procuró. Bajé las escaleras rápidamente, con una toalla húmeda lista por cualquier herida, algo de yodo y curiosidad en su límite. Llegando intenté preguntar, su desgarrador llanto no dejaba siquiera que yo escuchara mi propia voz, le tomé la cara con ambas manos e intentaba enfocarlo en la realidad. No se veía algún daño y no se quejaba de dolor físico. 

Cinco minutos después de intentos de tranquilizarlo y de pretender descifrar sus palabras, por fin comenzó a producir algo parecido al español, por fin pudo concretizar:

- Ni siquiera Bones podrá saber la causa de su muerte, Mr. Deeds (señalando a un gato grisáceo, obeso y lento) acaba de comer al sargento Güiliams, nadie lo encontrará jamás.

No pude evitar reír. Procurando darle un diálogo tranquilizador de duelo-de-juguetes me retiré pensando: sí, la inocencia sigue viva, sólo es cuestión de contextualizar.



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