jueves, 5 de abril de 2012

Cotidiano

Tenías esos jeans ajustados a tu silueta, portabas un morral mediano y tu blusa azul, esa que apenas acaricia tu piel y se ajusta al viento y a tu torso.

Caminando observé tu ritmo, pronunciado y sigiloso a la vez, cambiante y (al menos para mí) hipnotizante. Venías hacia mí, yo con sonrojo disimulado intente entablar alguna frase, notaste mi nerviosismo y reíste. Tu risa me mantuvo en mi estado irreal, en mi cúmulo de pensamientos inconexos que terminan solamente en ti, en momentos previos, en ti y en mí.

Hablamos, te escuchaba mirando pequeños incidentes de la vida diaria, algo externo, algo que no me hiciera perderme en tu mirada y perder el hilo de lo que decías con tu voz que armoniza perfectamente con la trama, dominas gestos y entonación y yo funjo como tu fiel admiradora, como la que suspira en silencio para no interrumpir el momento.

Comíamos nieve, la tuya comenzaba a derretirse y la mía se terminó rápido, sin aviso, pero sin prisa. Tus manos enfatizaban tus palabras, los movimientos de tu cuello, tu mirada esporádica a mis ojos o mi boca, tu forma de sentarte, la libertad que inspiras, la seguridad que obsequias sin siquiera intentarlo, todo y cada detalle de ti me mantenía en ese momento, el no querer perder detalle, ver todo, sentirlo, saberme a tu lado.

Y yo... yo ahí, escuchando, pensando, sabiéndome afortunada por estar ahí, contigo, por todos los momentos que tengo junto a ti. 

Un día cotidiano, tal vez, pero eso no le quita lo extraordinario.

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