viernes, 23 de noviembre de 2012



Esperé por esas palabras durante noches completas, noches en las que la soledad me acariciaba la espalda con sus manos gélidas y afiladas.

Esperé mirando a una ventana que mostraba la oscuridad de la realidad, las nubes de una indiferencia generalizada por la sociedad. Miré tanto hacia afuera, para darme cuenta que nadie quería mirar hacia dentro de mí, quizá porque la oscuridad es aún mayor y más densa que la de la ventana.

Rasguñé tantos recuerdos mientras llegaba alguna experiencia nueva, mientras veía romperse una a una mis uñas y la sangre se convertía rápidamente (o quizá lentamente, no lo sé) en costras que desaparecían de nuevo ante el contacto constante del ayer.

Recordaba tus labios, morados y secos. Intentaban murmurar una despedida, pero no te atrevías a tomar el tren, tomabas mis manos y jugabas nerviosamente con mis dedos, estos que ahora están inmóviles y sarmentosos, pero no dabas ningún paso; como si para mí fuera fácil saber un adiós y posponerlo, como si fuera simple cortar de golpe tantos sueños y planes o fingir que no existió nuestra historia. 

Al darme cuenta que de ti sólo obtendría vaharadas vacías, tuve que pasar saliva por última vez por entre el nudo que se formó en mi garganta y, aunque raspara o sintiera que mi pecho explotaría al faltarme la respiración, giré y comencé a caminar, ¿cómo es que te escuchaba sollozar estando tan lejos de ti ya?  Mis piernas endurecían a cada paso, no podía dejarte ahí, pero era un deber; por aquella promesa que te hice en la que juré que haría todo lo que fuera mejor para ti, inútil pensar que de ti obtendría un apoyo, en ocasiones olvido tu tendencia al masoquismo.

Me alejé llena de ideas y a la vez con la esperanza de tu felicidad -la distancia a veces es curativa, alguna vez lo dijiste viendo al horizonte al contarme tu pasado; en esa época donde nuestras pláticas tenían un matiz cálido casi otoñal, tus labios rojos y tu mirada con un brillo que no volveré a ver. Tanto luchaste por un nuevo comienzo que no te diste cuenta que comenzaba un final inevitable.

Estas paredes opacas todavía tienen tu silueta, contornos rígidos de momentos fugaces. Desde aquel día todo sigue igual, aunque algunas capas de polvo y botellas vacías ocupan ahora tu espacio. Me lo preguntas en tu carta, si sigo igual que aquel día; no, ahora mis ojos enrojecidos y arrugados miran sin ver nada específico, mi voz es casi inaudible, pero cumple con su función; nombrarte. El frío cala más, mi piel tiene laceraciones y grietas que no alcanzaste a conocer. 

No, creo que ya no me acerco al boceto mal dibujado de lo que era cuando aún estaba contigo. Ni mi respiración es igual, no después de tantos suspiros que han ido a buscarte.

Y esperé tanto esas palabras, que aunque no las escuché de tu boca tenían tu entonación. Agradecer tu carta es inútil, jamás te enterarás de las vueltas que di en la casa leyendo y releyendo cada palabra, de las veces que caí sobre mis rodillas abrazando una sombra o cuando cantaba nuestras canciones tan peculiares. 
Por fin podré continuar, sé que ahora estás en tu vida. 

Por fin podré entregarme a la fría corriente de nuestros planes deshechos. Disolviéndome en la tiranía de un tiempo inexistente. 

Finalmente podemos decir -Adiós, te amaré.

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